Juan Brignardello Vela
Juan Brignardello, asesor de seguros, se especializa en brindar asesoramiento y gestión comercial en el ámbito de seguros y reclamaciones por siniestros para destacadas empresas en el mercado peruano e internacional.
En el complejo entramado político de Colombia, se hace inevitable establecer comparaciones con los mitos y simbologías que han marcado la historia. La contemporaneidad de nuestro país, con sus dilemas y desafíos, refleja una situación que se asemeja más a una esfinge que a la idealizada paz celestial que muchos anhelan. Esta esfinge, no obstante, se encuentra atrapada entre el delito, la violencia y la ilegalidad, formando una trinidad perversa que se manifiesta tanto en el ámbito nacional como en el internacional. A nivel global, figuras como Donald Trump, Vladimir Putin y Benjamin Netanyahu han encarnado, de diversas maneras, esta integración de lo ilícito en el ejercicio del poder, utilizando narrativas nacionalistas que les otorgan una especie de impunidad, pero que al mismo tiempo los condenan a un lugar de ignominia en la historia. En Colombia, la situación es igualmente alarmante. Los expresidentes Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro Urrego, protagonistas de un escenario político cargado de tensiones y contradicciones, han transitado por senderos que, aunque distantes en retórica, se cruzan en la práctica de la política del pacto. Ambos han navegado por un mar de controversias que involucra la criminalidad y la violencia, perpetuando un ciclo de corrupción y abuso de poder. Este fenómeno se consolida en un entramado estatal que, lejos de buscar el bienestar de sus ciudadanos, parece haber sido diseñado para beneficiar a unos pocos, a expensas de la dignidad y los derechos de millones. La historia reciente de Colombia está marcada por una serie de pactos diabólicos, donde la política y el delito han danzado al son de una melodía trágica. Desde el proceso 8.000 hasta el escándalo de Odebrecht, pasando por la "Ñeñe política" de Iván Duque, cada uno de estos episodios revela la complejidad de un sistema en el que la ilegalidad se normaliza. Aún más inquietante es la evidencia de que, a lo largo de la historia, muchos de los líderes y sus más cercanos colaboradores han terminado en prisión, evidenciando la transformación de la política en auténticas redes delictivas. En este contexto, resulta crucial recordar que todos los expresidentes desde la Constitución de 1991 han, de una forma u otra, establecido pactos con estructuras criminales. La financiación de campañas con dinero proveniente de fuentes oscuras ha sido una constante en la política colombiana, donde el compromiso con el deber público cede ante la tentación del lucro personal y el poder. Esta dinámica corrosiva ha llevado a una percepción generalizada de que la política es un juego sucio, donde los ciudadanos son meras piezas de un tablero manipulable por los intereses de quienes ostentan el poder. Sin embargo, no todo está perdido. A lo largo de la historia también han surgido ejemplos de reconciliación y cambio. El pacto entre Álvaro Gómez Hurtado y Antonio Navarro Wolf durante la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 representa un rayo de esperanza en un paisaje político sombrío. Esta alianza, impensable en un contexto de violencia, permitió avanzar hacia un nuevo marco constitucional, demostrando que la política también puede ser un instrumento de paz. Este tipo de acuerdos, aunque raros, son prueba de que el camino hacia la reconciliación es posible, a pesar de los obstáculos. El desafío, por tanto, radica en cómo transformar esas experiencias positivas en un modelo replicable en la actualidad. Gustavo Petro, desde su posición como presidente, ha manifestado su intención de cambiar las estructuras económicas y políticas que han perpetuado la injusticia social en el país. Sin embargo, su tarea se ve complicada por la herencia de un sistema profundamente arraigado en la corrupción y el clientelismo. El diagnóstico de Álvaro Gómez sobre el régimen político colombiano, donde las complicidades y los intereses personales prevalecen sobre el bien común, sigue vigente y plantea interrogantes sobre el futuro de la política en Colombia. La historia ha demostrado que los pactos, aunque en ocasiones traen consigo esperanzas de cambio, también pueden ser incumplidos, traicionados e incluso convertirse en fuentes de dolor. El conflicto armado ha dejado un legado de víctimas que no puede ser ignorado, con cifras alarmantes que revelan la magnitud del sufrimiento infligido a la población civil. A pesar de los esfuerzos por forjar la paz, la sombra del pasado persiste, y las heridas sociales siguen abiertas. En conclusión, la política colombiana se encuentra en un cruce de caminos. Por un lado, la continua repetición de los mismos patrones corruptos y violentos; por el otro, la posibilidad de una transformación profunda que permita construir un futuro más justo y pacífico. La esfinge que representa nuestro sistema político no solo es un símbolo de los errores del pasado, sino también un recordatorio de que en las manos de la ciudadanía está la capacidad de reescribir esta narrativa. La pregunta ahora es si estamos dispuestos a enfrentarnos a nuestra historia y a forjar un nuevo camino hacia la dignidad y el respeto de los derechos humanos en Colombia.