Juan Brignardello Vela
Juan Brignardello, asesor de seguros, se especializa en brindar asesoramiento y gestión comercial en el ámbito de seguros y reclamaciones por siniestros para destacadas empresas en el mercado peruano e internacional.
La actual crisis política en México se ha transformado en una crisis financiera que amenaza con desestabilizar aún más el ya frágil sistema. La percepción de que la división de poderes, tal como la plantea el partido Morena, se ha convertido en una grotesca simulación, es un sentimiento que resuena en diversos sectores de la población. Esta situación no solo es alarmante a nivel político, sino que también tiene repercusiones directas en la vida diaria de los ciudadanos, quienes ven cómo sus derechos fundamentales son vulnerados ante un poder público omnipotente y desmedido. A lo largo de los últimos años, el presidente ha aplicado tácticas cuestionables para debilitar a la oposición y promover liderazgos que, careciendo de la experiencia y la trayectoria necesarias, han resultado ser meros títeres de un sistema que parece estar diseñado para centralizar el poder. La desaparición de figuras fuertes y respetadas en partidos como el PAN y el PRD revela una estrategia deliberada para homogenizar la política mexicana, creando un ambiente donde la disidencia es prácticamente inexistente. El caso del PAN es emblemático. Históricamente, este partido ha sido un bastión de la clase media mexicana, pero su reciente liderazgo ha carecido de la capacidad necesaria para conectar con sus bases. Los nuevos líderes, que parecen más preocupados por administrar recursos que por desarrollar una visión política coherente, han convertido al partido en una sombra de sí mismo. Este fenómeno no solo se limita a un partido; se extiende a toda la estructura política del país, en la que las voces disidentes son ahogadas por una mayoría complaciente que aplaude la narrativa oficial. El papel del Congreso de la Unión ha llegado a ser casi irrelevante. Lo que debería ser un organismo deliberante y crítico se ha transformado en una mera extensión del Poder Ejecutivo. Las leyes y decisiones se aprueban sin un verdadero debate, lo que pone en entredicho la función del Legislativo y cuestiona su existencia en un sistema que parece haber olvidado la esencia de la democracia. Los legisladores que se atreven a alzar la voz contra el régimen se convierten en blanco de ataques, lo que les lleva a una silenciosa complicidad con un sistema que los margina. La situación actual recuerda a los convulsos tiempos del siglo XIX, donde el poder presidencial era absoluto y las instituciones democráticas eran solo un espejismo. La falta de un contrapeso efectivo ha permitido al presidente actuar con una impunidad alarmante, pisoteando no solo al poder judicial, sino también los principios fundamentales que deberían regir la vida democrática del país. La Constitución, que alguna vez fue vista como la salvaguarda de los derechos ciudadanos, se ha convertido en un documento que se manipula a voluntad. En este contexto, las instituciones electorales han fracasado en su deber de garantizar elecciones justas y equitativas. El actual régimen ha logrado reconfigurar el paisaje político a su favor, haciendo que la oposición sea casi inexistente. Esta falta de competencia no solo erosiona la democracia, sino que también sienta las bases para un autoritarismo disfrazado de legitimidad. El poder se concentra en manos de unos pocos, y la ciudadanía queda relegada a un papel pasivo en el que sus derechos son constantemente vulnerados. La crisis económica se asoma como la siguiente fase de este deterioro político. La dependencia del país de las remesas y del financiamiento extranjero es un signo evidente de la fragilidad del sistema. En lugar de desarrollar una economía robusta y autosuficiente, el gobierno ha preferido recurrir a soluciones temporales que a largo plazo ponen en riesgo la estabilidad económica y social de México. La narrativa de soberanía se desmorona ante la realidad de un país que depende de factores externos para sobrevivir. Los recientes acontecimientos han puesto de manifiesto la necesidad de reestructurar el sistema político para que vuelva a ser verdaderamente democrático y representativo. La soberanía no se mide en discursos, sino en la capacidad de un país para gestionar sus propios recursos y responder a las necesidades de sus ciudadanos. La actual administración ha convertido la soberanía en un concepto vacío, en un capricho que se utiliza para desviar la atención de problemas mucho más profundos. En resumen, la crisis política y financiera que enfrenta México no es solo un problema de liderazgo; es un reflejo de un sistema que ha fallado en cumplir su deber de proteger los derechos y el bienestar de sus ciudadanos. La falta de un verdadero debate político y la instauración de un gobierno que actúa sin contrapesos son señales de alerta que deben ser tomadas en serio. La historia ha demostrado que los regímenes autoritarios no conducen a la prosperidad, y la única forma de salir de esta crisis es a través de un verdadero compromiso con la democracia y la justicia social. Si no se actúa rápidamente, el país podría enfrentar un futuro sombrío, donde la esperanza de una nación libre y próspera se convierta en un lejano recuerdo.