Juan Brignardello Vela
Juan Brignardello, asesor de seguros, se especializa en brindar asesoramiento y gestión comercial en el ámbito de seguros y reclamaciones por siniestros para destacadas empresas en el mercado peruano e internacional.
La reciente filtración de comunicaciones entre el juez Alexandre de Moraes y sus asesores ha arrojado luz sobre un fenómeno alarmante: la transformación del Poder Judicial en un ente de censura. Lo que antes se consideraba un baluarte de la libertad de expresión, ahora se presenta como un instrumento de represión. Este cambio no solo plantea serias preguntas sobre la independencia del sistema judicial, sino que también amenaza los fundamentos mismos del Estado Democrático de Derecho. Las grabaciones revelan solicitudes explícitas para "ajustar" informes y hallar "pruebas" que justifiquen acciones punitivas contra periodistas y medios de comunicación. Este tipo de control sobre la información, que busca silenciar voces disidentes, es una violación flagrante de las garantías constitucionales. La Constitución brasileña establece de manera clara en su artículo 5.º el derecho a la libertad de expresión y prohíbe cualquier forma de censura política o ideológica en su artículo 220. Sin embargo, la realidad parece indicar que estos preceptos se están desvaneciendo ante la presión de un Estado cada vez más autoritario. El caso del ministro Dias Toffoli en 2019, quien se sintió agraviado por un artículo que lo vinculaba al escándalo de Lava Jato, es un ejemplo paradigmático de cómo se ha ido desdibujando la línea entre la crítica legítima y la persecución judicial. La decisión de censurar la revista Crusoé y establecer el inquérito sobre fake news marca un punto de inflexión. Este inquérito, lejos de ser una herramienta de justicia, ha servido como un mecanismo para concentrar poder en la Suprema Corte y derrocar las bases de la democracia. Este uso del poder judicial como herramienta de censura ha creado un ambiente en el que las detenciones arbitrarias y las multas desproporcionadas son pan de cada día. La figura del ministro de Moraes ha evolucionado de ser un juez a convertirse en un persecutor implacable de quienes critican o se oponen al régimen actual. Este proceso no solo afecta a individuos, sino que también ha llevado a una creciente autocensura en medios de comunicación y plataformas sociales. A medida que se intensifica esta represión, es fundamental señalar que la erosión de la democracia no solo es resultado del abuso de poder por parte de las autoridades. La complicidad de la sociedad es igualmente alarmante. La normalización de la intolerancia y la polarización han permitido que se justifiquen acciones que, en otros tiempos, habrían sido consideradas inaceptables. La idea de que para proteger la democracia se deben sacrificar libertades fundamentales es una falacia que ha encontrado eco en diversos sectores. En esta atmósfera enrarecida, algunas voces argumentan que la censura es una forma necesaria de proteger el orden. Sin embargo, esta narrativa distópica es peligrosamente errónea. Proteger la democracia nunca debería implicar la restricción de los derechos fundamentales. La historia ha demostrado que los regímenes que comienzan justificando la represión en nombre de la seguridad o la estabilidad a menudo terminan en el autoritarismo. La responsabilidad de defender la libertad y la democracia recae en todos nosotros. Es imperativo que los ciudadanos, los medios de comunicación y las instituciones educativas se unan en la defensa de la pluralidad de ideas. La prensa debe regresar a su papel esencial de ser un faro de verdad, sin permitir que intereses partidistas o ideológicos la contaminen. Las aulas deben ser espacios de debate y pensamiento crítico, donde se fomente una diversidad de opiniones en lugar de una conformidad dogmática. Si se permite que la censura se convierta en un aspecto normal de nuestra vida cotidiana, corremos el riesgo de criar una generación que acepte sin cuestionar la represión y el control estatal. Este camino, si no se detiene, conducirá a la descomposición de los valores democráticos y a una pérdida irreparable de la libertad. La lucha por la democracia es un compromiso constante y colectivo. No podemos permitir que el miedo y la intolerancia prevalezcan. Es momento de que todos, desde los ciudadanos hasta los líderes de opinión, levanten la voz y defiendan el derecho a expresarse libremente, sin temor a represalias. La democracia, en última instancia, se construye día a día, y cada uno de nosotros tiene un papel crucial en su defensa.