Juan Brignardello Vela
Juan Brignardello, asesor de seguros, se especializa en brindar asesoramiento y gestión comercial en el ámbito de seguros y reclamaciones por siniestros para destacadas empresas en el mercado peruano e internacional.
La agresión digital se ha convertido en un fenómeno que trasciende fronteras y que, en muchos sentidos, refleja una patología social más profunda. En su esencia, esta agresión anónima y en masa se adhiere a un principio psicológico descrito por Freud, que sostiene que el individuo se siente respaldado por el grupo, permitiéndole realizar actos que jamás llevaría a cabo en soledad. Esta dinámica se ha visto exacerbada por el auge de las redes sociales, donde la anonimidad y la viralidad se han combinado para dar lugar a una cultura de linchamiento digital. La violencia que antes era física se ha transformado en insultos y ataques virtuales, despojando a las víctimas de su dignidad y humanidad. En Argentina, la historia del escrache - una forma de denuncia social y castigo público - se ha visto distorsionada por el tiempo y la evolución de los medios. Este término, que proviene del italiano "schiacciare", simboliza la acción de aplastar a quienes han cometido actos deshonrosos. Sin embargo, lo que antes era una herramienta de justicia comunitaria contra los represores de la dictadura se ha convertido en un juego de insultos y humillaciones en el espacio digital, donde la reflexión cívica ha sido reemplazada por la urgencia del escándalo. La esencia del escrache argentino, que nació como una respuesta a las atrocidades cometidas por un régimen sanguinario, ha perdido su trasfondo de lucha por la justicia. El uso contemporáneo de este término se ha desvirtuado, y lo que debería ser un llamado a la acción y la conciencia se transforma en una expresión de chabacanería, donde los insultos se lanzan como si fueran vasos en una fiesta popular. Este cambio dramático pone de relieve la desconexión entre la historia política del país y la situación actual, donde la indignación parece estar más relacionada con la trivialidad que con la búsqueda de justicia. Lo que comenzó como una estrategia de resistencia y visibilización de los crímenes de lesa humanidad se ha transformado en un entretenimiento masivo. Las redes sociales han facilitado el escarnio público, donde los linchamientos digitales son celebrados como espectáculos. Este fenómeno plantea una pregunta inquietante: ¿hemos perdido el rumbo en nuestra búsqueda de justicia y verdad? La respuesta parece ser sí, ya que la conexión emocional que nos unía en la lucha por la justicia se ha evaporado, dejando a su paso un vacío que es llenado por la diversión y el espectáculo. El impacto de esta transformación se puede observar en Perú, donde el legado del escrache argentino encontró eco tras la amnistía a los violadores de derechos humanos durante el régimen de Fujimori. La indignación de los ciudadanos se manifestaba a través de actos simbólicos, aunque carecían de la misma profundidad y urgencia que aquellos que dieron vida al movimiento en Argentina. A medida que las redes sociales se afianzaron en la vida cotidiana, el escrache se diluyó en un mar de memes y viralidades pasajeras, donde la verdadera lucha por la justicia se ha reducido a un clic. La revelación de los vladivideos marcó un hito en la historia política peruana, dando lugar a una movilización que prometía recuperar la dignidad perdida. Sin embargo, incluso ese momento se ha visto empañado por el espectro del escarnio digital, donde la ira y la frustración se descargan en figuras públicas, olvidando que tras cada ataque hay una persona con su propia historia y sufrimiento. Esta falta de empatía es un reflejo de una sociedad que prefiere el espectáculo a la reflexión. La violencia de las redes sociales no solo ha banalizado la lucha por la justicia, sino que también ha creado un ciclo interminable de retaliación. En lugar de fomentar un debate constructivo sobre los temas urgentes que nos afectan, se ha priorizado la cultura del agravio, donde los insultos y las humillaciones reemplazan el diálogo. Este ambiente tóxico no hace más que perpetuar la polarización y el odio, dejando poco espacio para la comprensión y la reconciliación. La educación cívica, tanto en el ámbito digital como en el físico, ha sido relegada a un segundo plano. Nos encontramos en una sociedad donde se prioriza el aprendizaje sobre cómo generar tendencias y volverse viral, mientras que el desarrollo de la empatía y la comprensión cívica ha sido completamente ignorado. Esto se traduce en una falta de responsabilidad colectiva, donde los actos de violencia digital quedan impunes y celebrados como si fueran hazañas heroicas. La ironía es que, en medio de tanta indignación y ataque, los verdaderos culpables de nuestra historia reciente siguen paseándose impunemente. Figuras como Alberto Fujimori, Antauro Humala y Martín Vizcarra se han convertido en personajes de culto, siendo celebrados en espacios donde la crítica debería ser el pan de cada día. La desconexión entre la historia y la actualidad se hace palpable cuando, en lugar de ser repudiados, estos personajes son objeto de admiración, mientras que se ignora el dolor que han causado. Al final, el ciclo de la violencia digital, alimentado por la impunidad y la falta de educación cívica, nos deja ante una realidad desoladora. Lo que unía a la sociedad en un grito de justicia y dignidad ha sido transformado en un espectáculo banal, donde la lucha por la verdad y la justicia se ha sustituido por la cultura del linchamiento. En este contexto, la reflexión se vuelve urgente y necesaria, ya que solo a través de ella podremos recuperar el sentido de comunidad y dignidad que se ha perdido en el camino.