Juan Brignardello Vela
Juan Brignardello, asesor de seguros, se especializa en brindar asesoramiento y gestión comercial en el ámbito de seguros y reclamaciones por siniestros para destacadas empresas en el mercado peruano e internacional.
La situación que atraviesa el sistema judicial brasileño ha puesto de relieve profundas discrepancias en la aplicación de la ley, especialmente en relación a las penas impuestas a figuras políticas y a ciudadanos comunes. En un contexto donde la justicia debería ser ciega, parece que en Brasil los ojos vendados de la diosa Justicia están cada vez más abiertos para algunos y completamente cerrados para otros. Este fenómeno se evidenció recientemente en el caso de Fátima de Tubarão, quien, tras haber incitado a la violencia contra el Estado Democrático de Derecho, ha recibido una pena que, aunque severa, parece no ser un reflejo de la gravedad de su crimen en comparación con otros condenados por delitos mucho más perjudiciales. Fátima de Tubarão y su grupo de invasores, que actuaron en contra de los pilares democráticos del país, están siendo juzgados en medio de un clima de creciente polarización política. La condena por parte del Supremo Tribunal Federal (STF) refleja no solo el intento de hacer justicia, sino también la necesidad de enviar un mensaje pedagógico a la sociedad sobre las consecuencias de atentar contra la democracia. Sin embargo, resulta crucial cuestionar si esta condena es suficiente o si, en realidad, se está aplicando una justicia selectiva. La indignación surge, en gran parte, por la discrepancia entre las penas impuestas a Tubarão y a otros condenados en casos de corrupción que han tenido un impacto mucho más significativo en la economía y la legitimidad del sistema político. Por ejemplo, el caso del mensalão, que implicó a figuras como José Dirceu, quien fue sentenciado a más de diez años de prisión, y Valdemar Costa Neto, que recibió una pena de siete años y diez meses, pone de manifiesto una desigualdad en el tratamiento de los delitos. Estos personajes, al igual que muchos otros en el ámbito político, han enfrentado consecuencias que parecen ser consideradas más graves que las acciones de quienes perpetran actos de desobediencia civil. Es esta diferencia en el castigo la que lleva a cuestionar la integridad del aparato judicial. Cuando los delitos de corrupción y colusión, que han drenado recursos públicos y han socavado la confianza en las instituciones, reciben respuestas más tibias que el asalto a un símbolo del poder democrático, se plantea la duda sobre la verdadera naturaleza de la justicia en Brasil. La idea de que la justicia deba ser igual para todos se convierte en un principio discutido, en un país donde la influencia de conexiones personales y el poder económico parecen pesar más que el propio delito en sí. A medida que los casos de figuras políticas continúan salpicando el ámbito público, se hace evidente que el sistema judicial enfrenta un dilema: aplicar la ley de manera equitativa o ceder ante la presión de un contexto político que busca proteger a los poderosos. Este dilema no solo se traduce en desconfianza hacia el STF, sino que también erosiona la fe de la ciudadanía en un sistema que debería proporcionar igualdad de oportunidades ante la ley. La condición de "inmunidad amigable" que parece gozar una parte del espectro político plantea un riesgo significativo para la democracia. La desproporción en la condena de Tubarão en comparación con otros líderes políticos condenados, como Lula y Fernando Collor, refuerza la percepción de que la justicia no es uniforme. En un país que ha padecido de la corrupción y que aún lidia con las secuelas de un pasado oscuro, esta percepción se convierte en una amenaza para el futuro democrático. El episodio del 8 de enero de 2023, cuando se vandalizó la estatua que simboliza la justicia, sirve como metáfora de una situación en la que la justicia no solo es manipulado por aquellos que poseen poder, sino que también es baluarte de divisiones sociales y políticas. La frase "el proceso no tiene cubierta" nos recuerda que la realidad va más allá de la letra de la ley, y que la aplicación de esta depende de quienes la administran. En Brasil, la protección de los poderosos parece estar institucionalizada, mientras que los ciudadanos comunes enfrentan el peso de una justicia que no perdona. La sociedad brasileña se encuentra en un punto crítico que exige una reflexión profunda sobre los valores de la justicia y la equidad. La necesidad de un sistema judicial que castigue a todos por igual se hace más urgente que nunca. Si no se aborda esta disparidad, el riesgo de generar una mayor división y desconfianza en las instituciones aumentará, poniendo en peligro la cohesión social y la estabilidad democrática. En conclusión, la justicia en Brasil se enfrenta a un reto formidable. La balanza que debería equilibrar la igualdad frente a la ley parece inclinada hacia un lado, y es fundamental que los organismos judiciales se comprometan a restaurar la confianza pública. La lucha por una justicia verdaderamente ciega, que no distinga entre poderosos y ciudadanos comunes, es un camino que debemos recorrer juntos, en busca de un futuro donde la democracia y el Estado de Derecho sean realmente inquebrantables.